miércoles, 27 de agosto de 2008

De como sobrevivir a las sirenas

En veces, bien me lo dijo el viejo, el verso reverso no es más que un pedazo de verdad anverso. “Ándate con cuidado”, me dijo el viejo al acariciar y revolver mi pelo. Yo, como el estúpido que era, no le puse atención; y como el estúpido que soy, aún, no le hago caso.

Él me platicaba historias de las sirenas de sonrisas omnipresentes, de canto etílico y de apetito caníbal. Un par de veces me dijo como era que se había logrado librar de ellas. Siempre era de la misma manera: cuando las sirenas le sonreían, se sacaba los ojos para no verlas más; cuando éstas le cantaban, cerraba la boca para no oír su canto y cuando tenían hambre, les daba un pedazo de su corazón para que se entretuvieran ruñiéndolo.

Si de lo que el viejo hablaba fuera verdad; si en realidad hubiera dado un pedazo de su corazón a cada una de las sirenas que él enumeró, el viejo no tendría corazón. Una vez le vi tratando de cortar un pedazo de pollo con cuchillo y tenedor. Sin embargo, esa enfermedad neurológica indiagnosticable que le aquejaba desde sus veintes hacía de esa tarea tan simple un calvario que ni Dios mismo hubiera podido soportar. Al final, dándose por vencido, optaba en desgarrar el pollo con sus uñas en finísimas tiras como para que su estómago no le causara indigestión. A juzgar por la talla de las tiras de pollo y del tamaño de su puño, su corazópn no le habría dado para entretener a más de cincuenta sirenas. Mas, el juraba, que había escapado de ellas más de una centena de veces.

-Mira -me dijo- lo más simple es solamente abrirte el pecho; dejar que las sirenas vean tu corazón y, cuando estén casi seguras de que será de ellas, áselo entre uña y uña, cerrar los ojos, morderte las mejillas y arrancar un trozo pequeño. No tiene que ser muy grande, cualquier cosa les entretiene. De lo único que te tienes que asegurar es de que cuando les ofrezcas un poco de tu corazón, no se lo des en las manos, sino déjalo a un metro de distancia de ellas. De esta manera, se tendrán que ir a buscarlo y cuando te aparten la vista, tiéndete en el suelo y espera a que se vayan.

Según me decía, el corazón era la parte más deliciosa del cuerpo pues bien se sabe que sin él no se puede vivir. De acuerdo a él, cuando las sirenas finalmente podían comer tu corazón (aunque fuera tan sólo un poco) les causaba un éxtasis tal que les hacía olvidar el par de horas anteriores. Así que, las sirenas, al volver de su delirio, al mirarte te daban por muerto y siendo que a lo que ellas más les interesaba era el corazón y con su sabor aún entre los dientes, regresaban al mar a buscar más marineros.

Lo curioso es que el viejo, debido a su enfermedad neurológica, nunca había abandonado la ciudad y nunca había ido al mar.

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