La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene.
La muerte siempre merodea como zopilote sobre un caballo rengo a mitad del desierto en un mediodía de verano. Omnipresente, su presencia pasa desapercibida. Y no es que se disfrace o se esconda, es solamente que nos gusta admirarla a la distancia. Diariamente, vemos que su hoz, de una tajada, termina con los sueños por cumplir, con los sueños por soñar, con las sonrisas por venir, con las historias por contar. De esto, no nos damos cuenta hasta que la muerte llega a nuestros rumbos, toca nuestras puertas o las puertas de alguien con quien compartimos historias.
Es entonces, que nos da miedo, nos entristece y nos enfurece. Es entonces cuando preguntamos por qué, ¿por qué de esa manera? ¿por qué ahora? ¿por qué aquí? ¿por qué en un día de inundación tuvo que llover aún más? Tratamos de encontrar respuestas en los lugares equivocados: debajo de una camiseta en el fondo del tercer cajón del closet, en el fondo de una botella tratando de excavar en el subconsciente, en cuadernos con catorce años de historia, en la rutina de los días, en lo que antes sucedió, incluso, desafiamos toda ley y tratamos de indagar en el razonar de Dios.
Los recuerdos duelen al igual que las sonrisas pendientes y las truncadas pláticas venideras. Duele el cuerpo, duele el pensar, duele todo, todo duele. No queda nada más que hacer mas que amar y seguir en esta interminable procesión.